Que los niños se enfermen es lo más normal de la vida, pero creo que todo padre recuerda aquel primer peligroso resfriado, aquella bendita enfermedad que nos tomó por sorpresa y nos hizo correr como nunca antes. Y no hablo de ese primer resfriado que tienen los bebés cuando no toman conciencia de nada, sino de esa primera enfermedad que los ataca en edad de plena conciencia (2-3 años).
Primero una leve tos, luego moco, fiebre y para cuando empeoran los síntomas ya no sabemos qué hacer para solucionar “ya” lo que aqueja a nuestro hijo. Al ser más grandes, se quejan y lloran porque no entienden qué les pasa a sus cuerpos e incluso exageran. “Papá, no puedo respirar”, te dicen con carita de asfixiados, pero seguramente solo se trata de una nariz tapada, o se vuelva imposible hacerlos comer porque les duele un poco la garganta.
Y nosotros, quienes se supone debemos estar en control, nos desquiciamos. Somos capaces de salir a las 4 de la mañana a una guardia médica por confiar ciegamente en lo que ellos nos dicen. No podemos soportar su dolor y la impotencia de no poder ayudarlos “ya”, “ahora”. Salimos corriendo, llamamos a mil doctores y cuando finalmente llegamos…”ya no me duele papi…¿me compras un juguete a la salida?”.
Nuestro mundo de hipótesis fatalistas se viene abajo en dos segundos y recobramos la cordura. Fue algo del momento, pero más vale prevenir que curar.
Sin embargo, la enfermedad persiste, y para que no vuelva a ocurrir un evento similar y tengamos que despertar al pediatra un domingo a la madrugada, nos atiborran con una serie de medicamentos que, la mayoría de las veces, se administran en diferentes horarios (cada 8 horas, cada 6 horas, cada 3 horas, ¡no les dan respiro!).
Gotitas, jarabes, pastillitas y un sinfín de medicinas, prácticamente, a cada hora del día. Pero la mejor de todas, la que se lleva el premio, son las nebulizaciones. Ese maldito nebulizador que cada vez que lo encendemos parece que va a despegar un avión y que el pediatra pretende, despreocupadamente, que le pongamos en el rostro a nuestro pequeño tres o cuatro veces por día.
Después de probar antes que ellos cada medicina y fingir con cara de asco que son deliciosas para que no teman tomarlas (a veces nos tocan correrlos por toda la casa con la cuchara en la mano), nos toca probar el estruendoso aparato. Aún así, no se convencen tan fácilmente y para que se relajen lo probamos en todos los peluches de la casa. “¿Ves? Si tus muñecos lo hacen tranquilitos tú puedes hijito”, soltamos dulcemente, pero cuando ponemos la boquilla en su carita nos da tanta pena que apenas podemos mirarlos. Tan pequeñitos, como un mini Darth Vader, pero tierno.
Sus repetidos intentos de escape nos agotan completamente y para cuando nos damos cuenta solo los mantuvimos quietos por diez minutos. Finalmente, se rinden, pero entre tantas vueltas nos quedamos sin solución fisiológica para hacer que el aparato funcione. “¿Ya terminó?”, preguntan inocentemente y, en vez de querer matarlos, los dejamos ir con una sonrisa en la cara, porque si ellos la pasan mal cuando están enfermos, nosotros la pasamos mil veces peor.
Espero les haya gustado, poqrue yo me divertí... saludos a todos....


